En el tablero del poder autoritario, los niños no son ciudadanos: son fichas. Piezas simbólicas que, en manos de regímenes sin escrúpulos, sirven para limpiar culpas, ocultar fracasos y alimentar narrativas propagandísticas. Esta verdad dolorosa se ha vuelto a confirmar con dos casos emblemáticos separados por 25 años y unidos por una misma perversión: el uso político de la inocencia.
El caso de Elián González, en el año 2000, mostró al mundo cómo el régimen cubano fue capaz de convertir a un niño balsero, sobreviviente de una travesía mortal en busca de libertad, en un estandarte de la Revolución. Más allá de los derechos familiares o del bienestar del menor, la prioridad fue siempre el relato: Fidel Castro necesitaba una victoria simbólica y la encontró en un niño con mirada perdida.
Hoy, en 2025, la historia se repite con la pequeña Maikelys. Nacida en Perú, hija de padres venezolanos migrantes, separada en Estados Unidos en medio de un proceso migratorio complejo, Maikelys fue devuelta recientemente a Venezuela en un acto cubierto de solemnidad, discursos, aplausos y cámaras. Un operativo con trasfondo diplomático, sí, pero envuelto en una estética casi teatral. Nicolás Maduro, en medio de un proceso electoral altamente cuestionado, encontró en esta niña el símbolo perfecto para lavar la cara de un sistema en ruinas.
Como profesional de la política, reconozco y celebro profundamente —desde lo más humano— la reunificación familiar de Maikelys con su madre. Nada justifica la separación de una niña de su entorno afectivo, y todo esfuerzo por restablecer ese vínculo es valioso. Pero desde lo más profundo de mi conciencia democrática, repudio la manera en que una tragedia personal es transformada en una herramienta de legitimación política.
Estamos frente a una operación de manual. La vieja escuela del populismo autoritario latinoamericano ha perfeccionado el arte de manipular símbolos: la bandera, el mártir, el líder carismático… y también el niño. En estos sistemas, la niñez no representa futuro ni derechos: representa oportunidad. Oportunidad para el relato, para la épica, para reforzar el vínculo emocional con una población desgastada por la miseria, pero todavía sensible al espectáculo.
El caso Maikelys —como el de Elián— no es una anécdota ni una coincidencia. Es una estrategia, una marca de fábrica del socialismo autoritario que ha hundido a dos naciones en el estancamiento. Lo que debería ser un proceso íntimo y reparador, se convierte en una ceremonia pública, dirigida no al bienestar de la menor, sino al control simbólico de una narrativa decadente.
A los ojos del mundo, esto debería encender alarmas. Venezuela no necesita símbolos vacíos, necesita instituciones. No necesita escenas de redención televisadas, sino justicia real, democracia funcional y un futuro digno para su niñez.
Espero —como venezolano, como latinoamericano y como creyente en la libertad— que Maikelys crezca en una Venezuela distinta. Que no repita la historia de Elián. Que no tenga que convertirse, contra su voluntad, en emblema de una causa que nunca eligió. Que viva libre, en un país donde ningún niño vuelva a ser instrumento del poder.
Anonimo